Lo que es común al mayor número es a lo que menos cuidados se presta” (Aristóteles)

Es probable que, en la larga historia evolutiva de la raza humana, pocos períodos hayan sido más difíciles que éste que hoy vivimos. Las dificultades que han surgido se deben a que la consciencia humana está despertando a un ritmo muy rápido, incluso exponencialmente. Esto es bueno, y estaba destinado a pasar. Pero un crecimiento tan veloz de la mente crítica presenta exigencias retadoras –política, económica y psicológicamente. En los últimos quinientos años se ha producido un aumento significativo de la asertividad, el egoísmo y la competitividad humanas, conduciendo a un conflicto y lucha crecientes por todo el mundo. El problema aumenta debido al deseo humano de ejercer un estilo de vida consumista que ha generado una elevada demanda de los recursos comunes del planeta.

Los reinos mineral, vegetal y animal se han sustentado mutuamente con éxito durante millones de años y se han convertido en una base sólida para sustentar la vida humana. Sin embargo, a medida que los seres humanos han evolucionado en inteligencia, han empezado a tomar lo que necesitaban de los reinos inferiores –para alimentación, vestimenta, alojamiento, etc.- pero, en su mayor parte, aportando poco para ayudar a sustentar estos reinos. A medida que la consciencia humana ha evolucionado, se ha alejado más y más de la cualidad común de la naturaleza de sustentarse a sí misma. Hemos llegado a pensar que la naturaleza existe para que los humanos la exploten. A medida que esta actitud imperiosa se ha desarrollado en el hombre, le ha llevado a pensar que tenía “derecho” a usar los recursos de la naturaleza como mejor le pareciese. El concepto de “libertad de explotación” se convirtió en guía; un ideal que en la actualidad es fuertemente sustentado.

Esforzarse y luchar por la libertad es un gran camino espiritual a seguir, y es una actitud relativamente nueva que es vista con gran complacencia por los guías espirituales del mundo. La lucha por la libertad conducirá eventualmente a la humanidad al siguiente reino de la naturaleza –el Reino de Dios o el reino de las almas. Pero la libertad tal y como se interpreta hoy (enfocada principalmente en el plano material) conduce a problemas en las relaciones humanas; y está directamente relacionada con el uso o abuso humano de nuestros recursos comunes. De hecho, esta noción de libertad es frecuentemente la causa de la tragedia de los comunes.

La tragedia de los comunes es una expresión acuñada por el biólogo Garrett Hardin, en 1968. La parábola clásica que empleó concernía compartir un prado común para apacentar el ganado. El prado se mantenía si sólo se empleaba para un número determinado de ganado. Pero si uno de los ganaderos aumentaba su ganado en siquiera una vaca, podía desencadenar una reacción en cadena entre los restantes ganaderos que, en su propio interés, añadirían a su vez más vacas a sus ganaderías. Eso conduciría a la tragedia de un pasto excesivo y a la destrucción de la sostenibilidad del prado.

Hardin resumía el problema: “ahí reside la tragedia. Cada hombre está encerrado en un sistema que le empuja a aumentar su ganado sin límites –en un mundo que es limitado. Ruin es el destino al que los hombres se apresuran, cada uno persiguiendo su propio interés en una sociedad que cree en la libertad de los comunes” (1968).

En esta sencilla parábola, la tragedia sucede cuando un ganadero cree que tiene “derecho” a añadir más vacas a su ganado, porque le resultaría beneficioso hacerlo. Cree que debería ser libre de aumentar sus beneficios. Eso sería, sencillamente, un buen negocio. Por supuesto, si los demás ganaderos que también comparten el prado común exigiesen el mismo “derecho”, entonces el resultado sería inevitable: el eventual agotamiento del terreno de pasto limitado. El resultado no sólo sería trágico, sino que también habría una pérdida de libertad. Él y los demás ganaderos ya no tendrían la libertad de disponer del terreno de pasto común.

Aunque no es más que un pequeño ejemplo de lo que podría suceder dentro de los límites de un recurso común, trae a colación el dilema moral al que frecuentemente se enfrenta la humanidad en situaciones parecidas por todo el mundo. ¿Es moralmente correcto que un individuo, un grupo, una corporación, una nación, exploten un recurso sin considerar el efecto que sus acciones podrían tener a largo plazo sobre otros que dependen del mismo recurso?

Un ejemplo atroz de esta cuestión moral tuvo lugar en el siglo XIX en América, donde enormes manadas de búfalos recorrían las llanuras occidentales. Eran un recurso común de alimento y vestimenta para muchas tribus indias de la región. Los indios mataban sólo lo que necesitaban para sobrevivir, dando a las manadas tiempo para reponerse. Pero con la llegada de cientos de cazadores de búfalos del Este – espoleados por la elevada demanda de pieles de búfalo de la industria de la moda– la supervivencia de las manadas empezó a peligrar. Miles de búfalos eran sacrificados sólo por sus pieles; la carne y huesos se pudrían en las llanuras. Había nula preocupación por las necesidades básicas de los Indios. Para los cazadores, el búfalo era un recurso gratuito. Pronto el búfalo prácticamente desapareció y, con él, un recurso sustentador de vida para las tribus indias.

Hoy, semejante explotación egoísta de un recurso consumible sería impensable e incluso criminal. Pero todavía sigue pasando con otros recursos internacionales como algunas zonas de pesca oceánicas. El otrora abundante bacalao del Atlántico y el salmón salvaje casi han desaparecido debido a un exceso de pesca realizado por barcos de arrastre comerciales. Un destino parecido aguarda a ciertas especies de ballenas. Los intereses corporativos pueden ser tan egoístas como los intereses personales del individuo, pero a una escala mucho mayor y con unos efectos aún más devastadores. Se han redactado tratados internacionales para proteger los recursos de una explotación egoísta, pero las complicaciones surgen al tratar de poner en vigor estos tratados. El interés propio de las naciones frecuentemente bloquea cualquier intento de sanciones o castigos.

El desafío de enfrentarse al poder de los intereses personales alcanza su máxima dificultad cuando se trata de la gestión equitativa de un recurso común. Es difícil porque suele requerir que todos los usuarios del recurso adopten un nuevo esquema mental, una nueva forma de pensar respecto a la manera más justa de gestionar un recurso limitado. En la actualidad, la mente humana ha evolucionado hasta volverse sumamente activa y creativa; es capaz de comprender cuestiones a gran escala. Este impulso elevado y expansivo del individuo es bueno y necesario. Pero también tiene sus desventajas: un ser que está despertando es más exigente en cuanto a que se escuche su voz y sus ideas. El ser individualizado siente que tiene derecho a elegir la mejor manera de obtener su porción de la buena vida. Como consecuencia, se enfatiza la ganancia a corto plazo sobre el interés a largo plazo para sustentar el recurso.

Pero aunque la mente esté ahora sumamente activa, lo que a menudo nos falta en esta búsqueda de lo bueno es una cualidad particular del corazón que equilibre el autointerés de la mente, una cualidad que condicione a la mente a pensar de forma distinta, permitiendo al individuo reflexionar y razonar desde una perspectiva nueva y más inclusiva: colocar el interés del recurso en primer lugar, antes del interés personal. Para muchos, esto requeriría un enorme salto de consciencia. Y cuando un recurso común acaba en tragedia, la causa es frecuentemente la incapacidad de dar ese salto.

Cuando la mente no ha dado o no puede dar ese salto en la consciencia, la gestión de un recurso tiene que establecerse con negociaciones de algún tipo. Hay que establecer normas, definir límites, elegir inspectores que supervisen el recurso, determinar mecanismos de resolución de conflictos, etc. (Elinor Ostrom, junto con otras personas, ha realizado estudios y análisis de este tipo de casos, en el libro “Governing the Commons” (1990)).

La capacidad y la voluntad de la humanidad para negociar el uso de común bienes comunes está siendo puesta a prueba en la cuestión del cambio climático. El bien común en este caso es, por supuesto, el aire, el agua y la tierra de todo el planeta. Lo que está en juego es la salud, el bienestar e incluso la supervivencia de millones de personas en la tierra. Cuando tratamos con la economía de naciones y de corporaciones globales, los intereses propios llevan las riendas. Las decisiones suelen basarse en aspectos políticos y en la competencia y no en lo que sería moralmente correcto para todo el planeta. Pero nos enfrentamos al mismo dilema a escala planetaria que el ganadero con el terreno de pasto: dejar que reinen los intereses personales o esforzarnos por ejercer más autocontrol sobre el deseo humano de beneficiarse a corto plazo, a expensas de la sustentabilidad de la tierra.

En última instancia, el hecho de que un bien común se mantenga adecuadamente para servir a una necesidad humana o se explote para obtener beneficios personales y por ende acabe en tragedia, no depende tanto de adoptar una lista de normas y reglamentos; depende de actuar en un estado de consciencia despierta. Cada lucha con la administración de un bien común –como se ha visto recientemente en la conferencia de Naciones Unidas en Copenhague el 2009 sobre el cambio climático– parece una prueba para ver si los seres humanos están preparados y dispuestos a adaptarse a la nueva consciencia Acuariana de compartir, buena voluntad y servicio abnegado. A primera vista, el resultado de Copenhague parece sugerir que siguen imperando los interese personales. Sin embargo, un análisis más profundo revela que ahora se evidencia también un estado de consciencia despierta. El hecho de que muchos de los representantes de todos los países del mundo se reunieran debido a una preocupación común por el cambio climático mundial (un bien común mundial) demuestra que está apareciendo una capacidad mental global. Indica que los seres humanos están empezando lenta pero seguramente a reconocer y adaptarse a la consciencia Acuariana de compartir y buena voluntad. Y allí donde los valores espirituales Acuarianos influencien la administración de los bienes comunes –local o mundialmente– veremos buena salud y sostenibilidad, y se evitará la tragedia.

BUENA VOLUNTAD ES… una expresión viva de síntesis.

keep in touch

World Goodwill in Social Media